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Hace unos días, recibí esta imagen por e-mail con el título 'Understand Belgium with one Picture', un mensaje rebotado entre diplomáticos que aún se sorprenden por el surrealismo belga o el enfrentamiento pasivo-agresivo entre los neerlandófonos y los francófonos, las dos grandes comunidades que dividen el país y sólo se cruzan a medias en Bruselas.
La señal, tal vez, denota la supuesta eficacia de los flamencos, según el cliché, más concentrados en el trabajo, rígidos y rápidos a la hora de llegar a Brussel (en neerlandés) en 18 kilómetros, y la vagancia de los valones, más lentos o dados a disfrutar del viaje como para alargarlo cuatro kilómetros si llaman a su destino Bruxelles, en francés. O quizás se trate sólo de la clásica tendencia indígena a las muchas contradicciones y las pocas explicaciones, lo que, en argot comunitario, se conoce como belgada.
La señal, tal vez, denota la supuesta eficacia de los flamencos, según el cliché, más concentrados en el trabajo, rígidos y rápidos a la hora de llegar a Brussel (en neerlandés) en 18 kilómetros, y la vagancia de los valones, más lentos o dados a disfrutar del viaje como para alargarlo cuatro kilómetros si llaman a su destino Bruxelles, en francés. O quizás se trate sólo de la clásica tendencia indígena a las muchas contradicciones y las pocas explicaciones, lo que, en argot comunitario, se conoce como belgada.
Señal que indica la dirección de Bruselas en ambas direcciones. (Foto: María Ramírez)
En la carretera desde Luxemburgo recuerdo haber visto varias señales parecidas y Jacobo de Regoyos, el colega de Onda Cero, cuenta que hizo bajar del coche a su mujer Barbara -flamenca de Lovaina y, como hija de un "matrimonio mixto", una de las pocas belgas creyentes en su país y su nacionalidad- para fotografiarla en uno de esos cruces peculiares. En su caso, los carteles señalaban dos direcciones opuestas hacia Bruselas, con diferente distancia y dos colores, según el tipo de carretera, y sin ninguna indicación de otro pueblo o localidad por donde se pasará si se elige uno u otro camino. "Será por si un día tienes tiempo y te apetece tardar más", intenta explicar Jacobo, que lleva casi una década en Bélgica, pero sigue coleccionando anécdotas para el asombro.
Más allá del hermetismo nacional y la idiosincrasia a camino entre Magritte y Hergé, las calles con nombres diferentes en cada acera o las que se interrumpen abruptamente para reaparecer al rato o el hecho de que una gran avenida tenga varios números repetidos a lo largo de su trayecto dentro de Bruselas y su periferia, tiene que ver con la fragmentación del pequeño país plano, el localismo hasta el extremo que ha consolidado el poder autoritario y burocrático de "La Comuna" (en realidad, un barrio grande, como los 19 que componen la capital), y la pureza lingüística impuesta desde la creación oficial en los 60 de la frontera entre el francés y el neerlandés.
El divorcio belga, que salta a la superficie periódicamente –la última vez con tal virulencia que el país sigue teniendo un Gobierno provisional nueve meses después de las elecciones- es un hecho en la segregada vida cotidiana, aunque la mayoría de la población, y de los políticos, no quiera oficializarlo y pasar por el lío de repartirse los bienes y los niños, sobre todo, el que ha salido capital de la UE.
La próxima crisis, posiblemente en marzo, cuando caduca el Ejecutivo de transición de Guy Verhofstadt, volverá a dañar la imagen de Bélgica, embarcada en una campaña de relaciones públicas para recuperarse del espectáculo de los últimos meses, como dibuja con ironía el Kroll, el viñetista político de referencia .
A la espera de que el nacionalista flamenco Yves Leterme, logre un acuerdo con los francófonos, Nelly, afable propietaria de una tintorería/corsetería/salón de debate, sigue vendiendo sellos "a favor de Bélgica" en rue Le Corrège, en el barrio europeo, donde, en balcones y ventanas, aún ondea el tricolor nacional. "Por si acaso"